Por: Sylvia R. Villafañe
Galería Petrus
En el crisol de su existencia, una madre fusiona tres facetas vitales: maternidad, matrimonio y emprendimiento, cada una enriquecida por su amor por el arte. Incrustando su hogar con la obra de artistas puertorriqueños, Lilliana Bras siembra en sus hijos el aprecio por la cultura, motivándolos a explorar museos, galerías y ferias de arte desde una edad temprana. Es una travesía que los sumerge en las emociones profundas y el vibrante amor por el color y la estructura que solo el arte proporciona, extendiéndose a la música y el teatro.
Como compañera de vida, comparte con su esposo —el Dr. Ian Marrero, distinguido cirujano plástico— el deleite por el coleccionismo y la búsqueda de la belleza tanto física como espiritual. No es coincidencia que sus profesiones se entrelacen con este anhelo estético; ella en el reino de la belleza corporal, él en la sutileza de la cirugía estética. Juntos, infunden este entorno de belleza en sus hijos, cultivando la estética en su vida diaria.
Más allá del arte colgado en paredes o asentado en pedestales, ser madre para ella implica transmitir una herencia cultural. No solo desea que sus hijos hereden las piezas de arte cuidadosamente coleccionadas, sino también el amor intrínseco por el arte y la humanidad. Un legado palpable en esas palabras que resuenan de generación en generación: “Mi pasión por el arte es un regalo de mi madre”.
La cultura y el arte, en todas sus manifestaciones, son esenciales en el desarrollo integral de los hijos, forjando no solo profesionales capaces, sino seres humanos con una rica sensibilidad. La música y el teatro, por ejemplo, abren ventanas al alma y enseñan el lenguaje de las emociones, permitiendo que los niños y jóvenes se comuniquen con el mundo de una forma más empática y profunda. Estas disciplinas afinan la percepción y fomentan el pensamiento crítico, al mismo tiempo que nutren el espíritu y ofrecen un refugio en el que la imaginación y la creatividad no conocen límites. A través de la apreciación artística, los hijos aprenden a valorar la diversidad y la expresión individual, componentes vitales para la colaboración y el liderazgo en cualquier campo profesional. Así, el legado cultural que una madre entrega a sus hijos trasciende el tiempo; es una brújula que orienta su crecimiento y una luz que ilumina su camino en la búsqueda de significado y propósito en la vida.
El coleccionismo de arte trasciende la mera acumulación de objetos; es un acto de preservación y aprecio por la narrativa humana. Cada obra adquirida es una historia capturada, un momento de inspiración que se perpetúa y dialoga con las generaciones venideras. Es una práctica que educa el ojo, sensibiliza el corazón y cultiva un entorno en el que la estética se convierte en una parte esencial de la cotidianidad. Para los hijos, estas colecciones se transforman en un atlas visual de creatividad y perspectiva, animándolos a construir sus propios puentes hacia el entendimiento y la apreciación del ingenio humano. En esencia, estar cerca del arte es sembrar las semillas de la apreciación cultural que florecerán a lo largo de toda una vida, enriqueciendo la existencia de quienes las contemplan y las historias que estas piezas tienen para contar.